Caminaba una noche por la orilla del mar de la Anglogalician, donde las casas se asemejan a navíos hundidos, inmersos en la niebla y en los vapores marinos, y donde el viento da a las ramas de las adelfas lentos movimientos de algas.
No sabría decir si perseguía algo o estaba siendo perseguido: recuerdo que eran tiempos difíciles, pero yo, quién sabe por qué extraña razón, era feliz.
De improviso, del silencio oscuro salió un elegante viejo, vestido de negro, con un edelweiss en el ojal, y al pasar cerca de mí se inclinó ligeramente. Me puse a seguirlo intrigado. Yo andaba a buen paso, pero me costaba seguirlo de cerca porque parecía que se movía volando a un palmo de la tierra, y sus pies no hacían ruido sobre la madera húmeda del muelle.
El viejo de detuvo un momento, trazando en el aire gestos con los que parecía calcular la posición de las estrellas. Luego asintió con la cabeza y empezó a descender una escalerilla que del muelle bajaba hacia las aguas oscuras.
— ¡Deténgase, Señor —grité—, no lo haga!
Pero el viejo no me escuchó, en un instante tuvo el agua hasta la cintura, y poco después desapareció.
Sin tardar, vestido como estaba, me lancé al agua. Estaba helada, y sobre el fondo cenagoso yacían basuras y cuerdas, mascarillas y compresas. Miré a mi alrededor buscando señales del hombre, y con gran maravilla vi, suspendido a pocos metros del fondo, un cartel luminoso con la palabra “Pub”. Hacia él se dirigía tranquilamente, caminando como un buzo, el viejo del edelweiss. Como en un sueño nadé también hacia aquel cartel que iluminaba el agua de azul.
Llegué así a una construcción incrustada de nautilos, con una puerta de madera. La puerta se abrió de pronto y el señor del edelweiss me tendió la mano. Tiró de repente de mí y enseguida me encontré en un pub acogedor, luminoso y lleno de clientes. Estaba decorado con muebles de diverso estilo, algunos de antiguo sabor marinero, otros exóticos, otros decididamente modernos. La barra parecía el costado de un barco, de tan lustrosa e imponente como era. Sobre el despliegue de botellas había un gran ojo de buey de cristal por el que se podían admirar árboles de coral y cardúmenes. Los clientes bebían y charlaban como en cualquier bar de tierra firme. El camarero me hizo señas para que me acercara. Tenía una expresión irónica y su cara recordaba a aquélla de un famoso intérprete de películas de terror. Me ofreció una pinta de cerveza y me clavó un edelweiss en el ojal.
— Estamos contentos de tenerlo entre nosotros —dijo en un susurro—. Le ruego que se acomode porque ésta es la noche en que todos los presentes contarán una historia personal referente a los 13 años de cerveza, conciertos, viajes y fútbol en la Anglogalician Cup,
Me senté y escuché los cuentos del pub del fondo del mar .