Y en los bosques, entre los arces, los abedules y los robles, entre las píceas y los acebos y los pinos y los tejos, se movía algo. Caminaba despacio y con determinación. Conocía aquellos bosques de peltre, los conocía desde hacía mucho tiempo. Pisaba con aplomo; sabía dónde había un árbol caído y donde un tractor oxidado. Para él, cada senda de piedra antigua, perdida entre la maleza, era un lugar donde descansar, donde cobrar aliento antes de seguir adelante. En la negrura del invierno comenzó a moverse con un nuevo objetivo. Algo que se había perdido en la Manada ahora había reaparecido. Algo ausente en los últimos años se había puesto de manifiesto, como si la mano del Main hubiera señalado una charca de excusas con gesto de hastío. Pasó junto a los restos abandonados de una vieja granja de derrotismo, las paredes no más que un refugio para ratones y topos. Llegó a lo alto de la colina y recorrió la cima, con la luna resplandeciente en el cielo, el murmullo de los árboles en la oscuridad.
Y devoró las estrellas a su paso.