Feérica Godiza
Pero todo esto no pasará hasta dentro de unos pocos eones
Mientras tanto, disfrutemos de los días hibernizos y las noches boreales.
Feérica GodizaPensar que todo fluye hacia el desorden, hacia esa entropía total en una Anglogalician térmicamente muerta, sin cerveza ni canciones, es de una belleza trágica exquisita. El Happy to meet, sorry to part, happy to meet again como brindis final del cosmos mitológico de stags y porcos en un herrumbroso pub del Nordeste inglés es un golpe en la mesa brutal al orgullo de eternidad de la Cup, es el mierdento mori absoluto. Da igual todo lo que hagas en las Ediciones, toda la herencia que dejes, todos los goles que metas, todos los tractores que aparques, todas las huérfanas que adoptes, da igual que te recuerden o no, pues llegará un momento en que no quedará absolutamente nada.
Pero todo esto no pasará hasta dentro de unos pocos eones Mientras tanto, disfrutemos de los días hibernizos y las noches boreales.
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¿En qué esta edición nonata es peor que las pasadas?
¿Quizá en que, criaturas irreflexivas, hemos causado la más negra herida a la Anglogalician y no sabemos curarla? De Newcastle a Sheffield brillan soberbias las casas de putas donde ahora pagas la traición con rupias, pero estos cuatro años la Dama Blanca ha estado marcando cada puerta de pub y convocando a los buitres. Y los buitres ya vuelan hacia Yardley Gobion. Por eso el Sabio cuida del vientre y no del ojo. En un castañal, maese Espantapájaros marca el compás por encima de un atril con notas de cereza ejecutadas al pífano por un pastor de cabrones balantes bajo un vuelo valiente de cuervos que dominan el espacio. Entre tanto, ante su umbral ornado de madreselvas y lirios, un anciano en vanguardia afila la anual guadaña, como si lustrara con el cierzo un mar de fondo de sirenas y kraken.
El Tiempo asa un magosto de vanidades bajo el cielo gris confederado de nuestras contradicciones. El próximo abril, volverá a reír The Anglogalician a los vacunos y a los vacunados. “No sé si me creeréis. Pasamos la mitad de la vida ridiculizando aquello en lo que los demás creen, y la otra mitad creyendo en aquello que los demás ridiculizan.
Caminaba una noche por la orilla del mar de la Anglogalician, donde las casas se asemejan a navíos hundidos, inmersos en la niebla y en los vapores marinos, y donde el viento da a las ramas de las adelfas lentos movimientos de algas. No sabría decir si perseguía algo o estaba siendo perseguido: recuerdo que eran tiempos difíciles, pero yo, quién sabe por qué extraña razón, era feliz. De improviso, del silencio oscuro salió un elegante viejo, vestido de negro, con un edelweiss en el ojal, y al pasar cerca de mí se inclinó ligeramente. Me puse a seguirlo intrigado. Yo andaba a buen paso, pero me costaba seguirlo de cerca porque parecía que se movía volando a un palmo de la tierra, y sus pies no hacían ruido sobre la madera húmeda del muelle. El viejo de detuvo un momento, trazando en el aire gestos con los que parecía calcular la posición de las estrellas. Luego asintió con la cabeza y empezó a descender una escalerilla que del muelle bajaba hacia las aguas oscuras. — ¡Deténgase, Señor —grité—, no lo haga! Pero el viejo no me escuchó, en un instante tuvo el agua hasta la cintura, y poco después desapareció. Sin tardar, vestido como estaba, me lancé al agua. Estaba helada, y sobre el fondo cenagoso yacían basuras y cuerdas, mascarillas y compresas. Miré a mi alrededor buscando señales del hombre, y con gran maravilla vi, suspendido a pocos metros del fondo, un cartel luminoso con la palabra “Pub”. Hacia él se dirigía tranquilamente, caminando como un buzo, el viejo del edelweiss. Como en un sueño nadé también hacia aquel cartel que iluminaba el agua de azul. Llegué así a una construcción incrustada de nautilos, con una puerta de madera. La puerta se abrió de pronto y el señor del edelweiss me tendió la mano. Tiró de repente de mí y enseguida me encontré en un pub acogedor, luminoso y lleno de clientes. Estaba decorado con muebles de diverso estilo, algunos de antiguo sabor marinero, otros exóticos, otros decididamente modernos. La barra parecía el costado de un barco, de tan lustrosa e imponente como era. Sobre el despliegue de botellas había un gran ojo de buey de cristal por el que se podían admirar árboles de coral y cardúmenes. Los clientes bebían y charlaban como en cualquier bar de tierra firme. El camarero me hizo señas para que me acercara. Tenía una expresión irónica y su cara recordaba a aquélla de un famoso intérprete de películas de terror. Me ofreció una pinta de cerveza y me clavó un edelweiss en el ojal. — Estamos contentos de tenerlo entre nosotros —dijo en un susurro—. Le ruego que se acomode porque ésta es la noche en que todos los presentes contarán una historia personal referente a los 13 años de cerveza, conciertos, viajes y fútbol en la Anglogalician Cup, Me senté y escuché los cuentos del pub del fondo del mar . Los arquitectos no sabían a qué fin se destinaría su tarea; sólo obedecieron al Gran Demiurgo e hicieron una competición nueva con las piedras de viejos castillos; año tras año, viaje tras viaje la enriquecieron y ampliaron con liturgias y tradiciones. Bebieron, dudaron, follaron, se pelearon y la Idea, a pesar de las heladas y las espantadas, se consolidó.
Vanidad de vanidades, todo es vanidad en la Anglogalician. Ahora ha surgido algo totalmente extraño al proyecto inicial de los arquitectos y a la pequeña y violenta comedia humana en que yo desempañé un papel como veterano de tantas campañas; algo que ninguno de nosotros pensaba entonces. Una flama rojiza...Una copa de peltre más grande...la llama que los antiguos caballeros vieron desde sus tumbas en Yardley Gobion, y que vieron apagar; ese fuego vuelve a encenderse para otros soldados lejos del hogar; más lejos en su corazón que Galiza o Inglaterra. No habría sido posible encenderla si no fuera por los nuevos arquitectos y los bisoños creyentes de la Causa, y aquí la encuentro esta primavera extraña de nuevo prendida entre las viejas piedras que llevamos recorriendo desde 2007. Apresuré el paso y llegué al cuartel de los porcos bravos donde se planeaba la enésima purga. - Hoy pareces mucho más contento que de costumbre - dijo el nuevo senescal del Main. Siempre es demasiado tarde para recordar a quien no se debe invitar la próxima vez. Al instante reconocí en el cometa la señal que ya no esperaba y supe que iba a indicarme la meta de mi salvaje peregrinación por la intemperie inglesa.
La testa de ceniza aprueba raspado por primera vez y el petimetre de adelante apunta maneras pero no mete hasta que arremete. Solo somos monigotes, con nuestros gorros y nuestros zuecos de monigotes alimentando a la Bestia. Lo blondo está de moda y dignifica su empeño de otoño. El cancerbero hierático. No caeremos por él. Una retaguardia sucia y despiadada. Veteranía lo llaman. Una corona en una mano. La otra entre sus piernas. El bisoño desespera. Le vino grande el envite y no embiste. Habrá otras jornadas y otra gloria le espera apoyada en la esquina. En el medio aguardan cosechas que llegan rojas. Uno riega con su sangre lo que pierde por los codos. El otro acepta el manto y se mantiene. Triunfante sobre las montañas de sus calaveras. Estamos aquí por vosotros, dicen las miradas. El que va largo de forma y corto de pelota promete mejorar en la próxima marea. Estamos aquí por nuestra tribu y nuestra Causa. Venimos para gritar bajo el huracán. Somos el ejército de la Noche. Las Milicias del Abismo. Suenan sus gaitas sordas. Ese susurro. Ese eco. En el lugar de la batalla. En el lugar donde crecimos como futuro. Enarbolando el estandarte del cuervo, vencimos. Me dicen que Chorromocos Descarrilados es el vertedero final de esta historia AngloGaliciosa, el último blog de un Aparato Mediático que ya ni es enorme ni original. La última gota de semen de una creatividad que ya no volverá. Me lo dicen más veces de las que ustedes puedan pensar. Me lo dicen los putos entendidos, los lectores de postureo, los abanderados del cinismo de barra de bar, los hipsters del fondo y los intelectuales de inodoro. Me lo dicen los comisarios políticos, los lansquenetes y los pretorianos, y las cartas al director. Pongamos que tengo un momento de debilidad y les hago caso: ¿Cómo se escribe el final de una historia que no tiene final, porque propiamente no es una historia sino la Historia?
The Anglogalician Cup ya no es una competición, si alguna vez lo fue, ni una novela, ni una película. Carece del esquema clásico de planteamiento-nudo-desenlace. The Anglogalician Cup es una serie, donde cada edición con toda su fanfarria mediática es una célula completa que contiene toda la información necesaria para sobrevivir por sí misma, y que al mismo tiempo porta una carencia que nos obliga a buscar la edición primigenia para subsanarla. Y aquí radica el truco, si es que lo hay. En The Anglogalician el verdadero nudo está en su planteamiento –su origen- y por tanto vive al borde de un desenlace perpetuo siempre a punto de advenir, pero que no llega, como esas caminatas en bucle al borde del abismo, abismo que nos atrae pero que eludimos siempre a última hora. El escepticismo postmoderno reniega de los héroes míticos y de las Grandes Causas. Los progres han hecho mucho daño al mundo occidental. Entonces, ¿cómo afrontar 12 años después, el final de una historia que decíamos no tiene final? ¿Cómo se cuenta eso y precisamente en este blog abandonado a la intemperie? Pues de la única manera digna: contando el principio. Renovando el mito, continuando el ciclo meado en Sheffield en 2007, prolongando el Apocalipsis en el origen, porque toda crisis es la muerte de algo y el nacimiento de otra cosa. Pensábamos que había un hombre dentro del porco bravo y va a resultar que lo que había de verdad era un porco bravo dentro del hombre. La Causa es eso a lo que se pertenece se quiera o no, de lo que se puede intentar huir pero de lo que no se escapa, lo que forma parte de nosotros para siempre.
En 2018 The Anglogalician era algo a lo que oponerse. Hoy ya no es siquiera una ideología, sino lo único que existe, algo que casi llevamos en la sangre. En 2018 aún existía la historia, los lugares a los que llegar, el relato de otras posibilidades. Hoy vivimos en un presente continuo donde el pasado solo es comercio de la nostalgia y el futuro una imagen de síntesis. Por eso deben leer los blogs anglogaliciosos no como un homenaje, una reivindicación o una acusación, sino como el testimonio de que las cosas pudieron ser de otra forma, como el documento de que de hecho lo fueron durante unos años de locura. Y entender las razones por las cuales, desde 2018, os Porcos Bravos ya no juegan contra los stags de Sheffield Sabemos cómo acaba la historia, lo cual no la hace menos dura. Aquel diciembre la nieve llegó pronto a Tractorville, Pigstanton, North Fork y los otros pueblos que lindaban con los Grandes Bosques del Norte. Cayeron los primeros copos y la gente miró al cielo para, de inmediato, apretar el paso, con un nuevo brío en el andar, espoleados por el frío que ya se presentía. Se encendió fuego en las chimeneas, se abrigó a los niños con llamativas bufandas rojas y guantes con los colores del arco iris de Boris Orto, y se les advirtió que no podían quedarse en la calle hasta tarde, que debían darse prisa para volver a casa antes de que oscureciera, y en los salones de los burdeles empezaron a contarse historias sobre disidentes que se apartaban del camino de la Causa y los encontraban fríos y muertos cuando llegaba el deshielo.
Y en los bosques, entre los arces, los abedules y los robles, entre las píceas y los acebos y los pinos y los tejos, se movía algo. Caminaba despacio y con determinación. Conocía aquellos bosques de peltre, los conocía desde hacía mucho tiempo. Pisaba con aplomo; sabía dónde había un árbol caído y donde un tractor oxidado. Para él, cada senda de piedra antigua, perdida entre la maleza, era un lugar donde descansar, donde cobrar aliento antes de seguir adelante. En la negrura del invierno comenzó a moverse con un nuevo objetivo. Algo que se había perdido en la Manada ahora había reaparecido. Algo ausente en los últimos años se había puesto de manifiesto, como si la mano del Main hubiera señalado una charca de excusas con gesto de hastío. Pasó junto a los restos abandonados de una vieja granja de derrotismo, las paredes no más que un refugio para ratones y topos. Llegó a lo alto de la colina y recorrió la cima, con la luna resplandeciente en el cielo, el murmullo de los árboles en la oscuridad. Y devoró las estrellas a su paso. Sigo viendo siempre el perfil de Edimburgo y de sus chimeneas, y el largo penacho de humo que se destaca sobre el horizonte al atardecer. Oigo siempre los acordes de la música marcial que duerme la ciudad, cerrando la penúltima en un pub portuario, un sonido de campanas y gaitas.
Es la belleza que evocó así. La figura majestuosa del Castillo en su volcán, el graznido del cuervo, las puestas de sol invernales de un rojo intenso, el esplendor promisorio de las luces del alba, mientras la Vella Fedenta emerge de la bruma, tejado a tejado, casa a casa, para por fin revelarse al cielo escocés, donde las nubes flamean como banderas, una encima de otra, ciudad de aire sobre la ciudad de piedra, nuestro ancla en el Mar del Norte que sube al asalto de nuestra nostalgia por un futuro bajo la lluvia. |
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